SUCEDIÓ EN UBRIQUE
Jorge Bayón

(Continuación)

2

Todo empezó a hacerse transparente, como si se diluyera a su alrededor. Una luz blancoamarillenta, ambiental, les iba envolviendo y crecía poco a poco en intensidad hasta hacerse cegadora. Instintivamente todos cubrieron con la mano parcialmente sus ojos, haciendo visera. Ante ellos aparecía una figura indefinida que iba lentamente tomando forma a medida que sus ojos se acostumbraban a la nueva luz: era una columna de medio cuerpo de altura que sujetaba una pequeña plataforma sobre la que descansaba un pequeño libro abierto.

Juan Carlos se acercó para coger el libro y estaba a punto de hacerlo cuando una mano sarmentosa y siniestra salió con rapidez de detrás de la columna y le agarró fuertemente del pie a la altura del tobillo. Lanzó un grito instintivo y a los demás les dio un vuelco el corazón.

Tras la mano apareció su dueño: un enano feo y malencarado. Juan Carlos se había quedado pálido del susto y con el enano agarrado fuertemente a su tobillo y no sabiendo qué hacer, lanzaba miradas de súplica al resto del grupo, como si dijera "Haced algo, ayudadme".

¿Quiénes sois vosotros y qué hacéis aquí?— preguntó el enano .

Fue don Jorge quien le contó todo lo que les había sucedido y el pequeño individuo, con expresión facial más afable soltó la pierna del muchacho.

Perdonad si os he asustado— dijo el enano— pero hace tanto tiempo que estoy aquí sin ver a nadie.

¿Y tú quién eres?— preguntó Antonio.

Un ser condenado a estar aquí eternamente por mis muchos pecados. En otra vida fui persona como vosotros, y habitaba en vuestra dimensión. Vivía en un pueblo manchego. Mis padres eran gente que trabajaban el campo para ganarse el pan, y yo, por querer trabajar menos, estudié para maestro. Equivoqué la carrera, pues al poco de estar en ese oficio me di cuenta de que se trabajaba más que en el campo, y aún peor, por el poco reconocimiento que tenía esta labor entre las gentes del pueblo que, si veían y admiraban los callos y asperezas que producían en las manos las duras labores del campo, menospreciaban el trabajo de los maestros por no poder ver los callos y asperezas que a éstos les producía en la garganta, cuando no en el cerebro, su trabajo, a fuerza de aguantar niños y progenitores.

Como no era esa mi vocación me metí en política y me hice alcalde. Prometí y no di. A todos decía que sí: al que venía con una queja le daba la razón, al que a pedir algo buenas palabras, y al que justicia expresión de mi buena voluntad, pero nunca hacía nada. Cuando se acercaban elecciones iniciaba obras y exponía grandes proyectos. Cuando pasaban esperaba a las siguientes para hacer que terminaba lo iniciado. Creaba intereses entre las gentes: a los humildes les daba una pequeña limosna vitalicia y les amenazaba con que el que a mi me sustituyera se la quitaría y a los poderosos, aunque públicamente les criticara, en realidad les dejaba hacer lo que querían. Y así estuve durante casi veinte años.

Tonto de mí, para lavar mi conciencia me autosugestioné con ideas vanas de solidaridad, de bien hacer, y no quise ver la realidad y el daño que estaba haciendo a mi pueblo: los halagos de los que tenía alrededor, el poder que yo tenía en mis manos, hicieron que llegara a creerme imprescindible, un semidiós.

Aquel año, fiado de la costumbre, creía que iba a volver a ganar las elecciones. Y fue tal el susto y el disgusto de perderlas que se me paró el corazón. Y como no había equipo de ambulancias para servicio urgente en el pueblo (es algo que se cansaban a decir los de la oposición, pero yo, por hacerle el favor a mi cuñado, que era el que tenía la única ambulancia del pueblo, jamás consentí) no pudieron llevarme al hospital comarcal y me morí.

Llegó mi espíritu ante Dios y, aunque yo era de los de no faltar a misa los domingos y fiestas de guardar, éste me castigó transmutando mi alma a este cuerpo que aquí veis y condenándome a estar eternamente en este mundo vacío.

Un día llegó aquí un señor con un libro para que se lo guardara. Es un libro de conjuros. Encierra un gran poder. Desgraciadamente sus conjuros no tienen efecto dichos aquí, por lo que os suplico que, una vez lleguéis a vuestra dimensión leáis el conjuro número 137, que sirve para poder transladarme a vuestro mundo.

¿Y cómo volvemos a nuestro mundo?— preguntó Raúl.

No os preocupéis, está todo preparado de tal manera que cuando pongáis el libro en vuestras manos regreséis automáticamente con él a vuestro mundo. Por favor, os lo suplico, no os olvidéis de mí.

Al coger el libro entre sus manos todo a su alrededor fue tomando forma y haciéndose sólido: las paredes de la biblioteca, los libros...

Estaba hojeando don Jorge el libro de conjuros cuando comentó Antonio:

¿Y el enano?, dijo que le trajéramos con un conjuro.

No se, no se— respondió don Jorge — Si Dios le ha puesto ahí, bien puesto está. Dijo que leyéramos el conjuro 137. A ver ... , no, creo que leeremos el número 136: Conjuro para librar a los pueblos de España de malos alcaldes y gobernadores corruptos.

(continúa)


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